La Madre de todas las Batallas

31/05/2013


Hace unos cuantos años, en plena sobredosis neoliberal, Alain Turaine se preguntaba ¿Cuánta desigualdad soporta la democracia? Hoy, en un contexto de recuperación de derechos y con procesos emancipatorios que se extienden por América del Sur y el Caribe, la pregunta podría ser ¿Podrá soportar la democracia el bombardeo ideológico de los medios monopólicos?

Por Edgardo Form

Hace unos cuantos años, en plena sobredosis neoliberal, Alain Turaine se preguntaba ¿Cuánta desigualdad soporta la democracia?

Era una buena pregunta para medir las consecuencias de un modelo perverso, inhumano, que concentraba la riqueza en forma exponencial y al mismo tiempo desalojaba hacia la marginalidad a millones de seres humanos.

Hoy, en un contexto de recuperación de derechos, con procesos emancipatorios que se extienden por América del Sur y el Caribe, la pregunta podría ser ¿Podrá soportar la democracia el bombardeo ideológico de los medios monopólicos?

La pregunta no es ociosa y menos aún por estos días, en los que sufrimos el acoso sistemático de un ejército de comunicadores y sus patronales mediáticas, cuyos mensajes apuntan claramente a sembrar el odio, descalificar a la política, presentar un escenario de catástrofe y crear las condiciones para que un segmento de la opinión pública reclame poner fin a tanto desgobierno y en ese instante, mediante tapas de diarios, pantallas de TV a pleno y una fuerte descarga de zócalos emerja algún mesías restaurador del orden y las buenas costumbres.

Hasta el 24 de marzo de 1976 ese trabajo sucio se hacía con los tanques en la calle. Ahora las tropas de ocupación del sentido común son unos profesionales de la comunicación, expertos en el manejo de la pluma y la palabra sonora, conocedores de la sensibilidad humana, creadores de efectos especiales, manipuladores de la información.
Se trata de una fuerza de tareas que opera las 24 horas del día, los 365 días del año. Y no solamente en estas latitudes, sino en buena parte del globo terráqueo. Es la internacional de la prensa hegemónica al servicio – o como avanzada y articuladora – de los grandes grupos económicos transnacionales.

Esa acción persistente y machacona provoca desconcierto, escepticismo, desconfianza en las autoridades elegidas democráticamente que, además y sobre todo, promueven transformaciones profundas en el campo económico, político, social y cultural.

Esto que decimos no es ninguna novedad. Hace mucho que se viene estudiando el papel de los medios en la sociedad contemporánea. Es más, mucho antes de Noam Chomsky, los revolucionarios de Mayo de 1810 tuvieron en claro la importancia de la comunicación social. Por eso, Mariano Moreno fundó la Gaceta de Buenos Aires y algunos siglos antes, Tomás Moro escribió su célebre Utopía. Y Nicolás Maquiavelo redactó hace quinientos años su obra más conocida “El Príncipe”, que si bien no era una publicación de circulación masiva, brindaba – y lo sigue haciendo – un análisis agudo sobre el poder, entre otros temas obligados de las ciencias políticas.

Pero volviendo al presente, la preocupación sobre el tema que nos ocupa no es un ejercicio retórico, sino parte de la lucha entre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer.

Al igual que los agujeros negros del universo, esas tropas fogueadas en el envenenamiento de las cabezas y los corazones de la ciudadanía que no está vacunada con el pensamiento crítico, tienen el efecto de la absorción de energía positiva. Para que se comprenda: los tipos se la pasan denunciando hechos que luego deberán demostrarse y que, en general, quedan neutralizados luego de una investigación. Mientras tanto, hay que dedicar horas, días y semanas para desmentir los rumores, responder a las diatribas y tratar de que los jubilados que están en la cola del banco para cobrar sus haberes, o las señoras que van de compras al supermercado del barrio, o los amigos de la infancia, entre otros ciudadanos y ciudadanas, no repitan lo que escucharon a la mañana en una emisora ubicada en el medio del dial, o leyeron un titular en el zócalo de la pantalla ubicada en un bar de la Avenida Corrientes.

Pensemos por un momento en cuántas cosas se podría destinar esa cantidad de energía, especialmente si aplicáramos la famosa  fórmula de Albert Einstein: E=mc2; o sea, Energía total es igual a la masa del cuerpo, por la velocidad de la luz al cuadrado.
Si aplicáramos esa ecuación al cerebro humano daría una cifra de varios ceros que, multiplicada a su vez por la cantidad de personas que deben salir a responder los infundios, más todas aquellas que han recibido la influencia perniciosa (es decir, que compraron el discurso de la cadena nacional de medios privados), el número sería gigantesco.

Este ejercicio no pretende emular al brillante matemático y excelente persona que es Adrián Paenza, sino que procura ilustrar didácticamente (me sale el maestro, no hay caso) la dimensión del esfuerzo necesario para neutralizar la catarata de barbaridades que escuchamos, vemos y leemos a toda hora.

Claro, otra cosa sería si se aplicara a pleno la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y se concretara la indispensable democratización de la palabra, mediante la multiplicación de emisores representativos de toda la riqueza que alberga la sociedad argentina.

Por algo, los medios concentrados que gozan del privilegio por su capacidad de incidencia y, consecuentemente, realizan negocios multimillonarios, se resisten con sus titulares, su corte de abogados y también algunos jefes de gobierno como el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el de Córdoba, para citar algunos.

La pregunta que dejamos para el final es ¿Cómo se hace para contrarrestar esta ofensiva? Ojalá tuviera la respuesta total y definitiva, pero entre muchas aproximaciones me inclino por seguir construyendo poder popular a través de una prédica y una práctica consecuente, articulando a las diversas organizaciones sociales y políticas que, sin perjuicio de sus respectivas historias y procedencias, coincidan con la necesidad de seguir avanzando en la democratización del país y sus instituciones. Hay que sumar voluntades, ganar aliados, persuadir, convencer, ocupar el espacio radioeléctrico habilitado por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, para las entidades sin fines de lucro. Formar comunicadores profesionales nutridos de valores éticos y principios acordes con el proceso transformador que vive la Argentina.

En fin, no hay recetas, pero seguramente la clave está en trabajar y luchar unidos, organizados y solidarios.


Nota publicada en la La Tecl@ Eñe